Ahora es cuando me viene la misma duda de siempre, que si es que estoy pensando en muchas cosas simultáneamente, que no logro enfocarme en nada o si realmente estoy pensando en nada.
Caigo principalmente en el mutismo y me rodeo de un ambiente propicio para continuar la vida. Suelto sonrisas, canto en voz alta, omito el tema.
Miro un poco atrás y veo mis épocas de pesadumbre y como todo lo que hago revela mi pesar, para descubrir con el tiempo que no era más que un pesar vacío.
Que si es injusto, que si valió la pena, que si no sirvo, que si la vida es un asco.
Acertijos miserables, que intento apartar cuando algo terrible pasa, pero a la vez se apartan de mi sentimientos que incluso yo reconozco con extrañeza que su ausencia es anormal.
Cuando lo que acontece es un problema, existe por lo menos la posibilidad de exponer un punto de vista distinto.
Cuando se trata de hechos fortuitos, enfermedad fulminante y muerte inesperada, como ha ocurrido últimamente en el círculo del que tomamos parte con mi familia, no logro enfocarme en otra cosa que no sea en lo cotidiano, en las dificultades a las cuales se enfrentarán las personas más involucradas para continuar viviendo, en cómo reorganizarán sus actividades, en cómo ayudar a que se sientan integrados.
No me hace sentir mucho mejor recordar lo poco que parecen afectarme estas situaciones cuando estoy involucrada directamente.
Cuando pienso en cosas así, lo primero que pienso es en mi abuela. Ella murió cuando yo tenía cuatro años y me acuerdo que fui yo quien la encontró desmayada en la cocina.
Quizás unos meses después, yo, en mi vestido azul, me peinaba frente al espejo y le hablaba en voz alta a mi reflejo, adjudicandome la causa del dolor que vi reflejado en el rostro de mi familia, al haber sido yo quien la encontrara, convirtiendome -sólo ante mi misma- como la culpable y portadora de malas noticias.
No me acuerdo haber llorado mucho, y no sabría decir si fue porque no entendía lo que pasaba o si por alguna otra razón de niña no caí en el desconsuelo total.
Escuché a la pasada que el médico le había comentado a alguien, que le quedaban pocas horas de vida, y con la indiferencia de quien comenta el clima, se lo dije a mi otra abuela cuando estábamos en el patio y la miré impresionada al ver el efecto de mis palabras.
La velamos en mi casa, había gente, mis amigas, y corríamos por el patio y por la casa hasta que mi tía nos llamó la atención. No me dejaron verla y no reclamé hasta cuando a mi prima, más pequeña que yo, la tomaron en brazos para que se despidiera de ella.
En el cementerio, me quedé abrazada de mi mamá. Estabamos de pie mirando y mi mamá empezó a sollozar y a interrogar a la tumba de mi abuela sobre lo que haríamos ahora. No sé en qué pensaba yo. No sé si fui recién ahí consciente de lo que pasaba o si sólo me descolocó ver a mi mamá perder la calma, pero supongo que alguien se apuró en sacarnos de ahí.
Escucho como mi prima a veces, aún luego de quince años, se recrimina no haber aprovechado a nuestra abuela cuando estaba acá. Yo me acuerdo de su pelo cano, de los masticables que traía en su delantal y de cómo me esperaba en la puerta cuando me traían del colegio. A veces pienso que hubiese preferido quizás quedar con un vacío antes que tener una capacidad de regeneración tan efectiva que a mi parecer escapa un poco del estándar normal, pero en cierto sentido agradezco poder recuperarme pronto de hechos totalmente inalterables.
Cada vez que analizo mi comportamiento en esa época sospecho que soy un monstruo insensible, lo que es realmente contradictorio si se toma en cuenta la cantidad de lágrimas con distintos matices que he dejado salir en mi vida.
Lloro más las pérdidas cuando se trata de una ruptura que cuando es alguien que deja de existir; el injusto proceder de la vida me desespera más cuando se trata de un malentendido que no tiene aspecto de poder revertirse, que cuando el malentendido consiste en un cáncer de pulmón en alguien que nunca fumó.
Quizás podría explicarse ese estado de mutismo o de aparente indiferencia e insensibilidad, como producto de una aparición grotesca de sentimientos simultáneos que desembocan en una caída emocional, un pozo de mínima energía, donde todo se junta y forma un aglomerado opaco casi imposible de redispersar.
La vida es rara y aún así veo como ante el más adverso clima, frente a situaciones irreversibles, injustas, arbitrarias y dolorosas, la mayoría de las personas reestructuran su vida y logran sonreír. Es tal vez por eso que tiene sentido, pero no justifica, el hecho que me duela más ver como hay cosas que podrían ser de otra forma pero no lo son, y no precisamente porque la vida sea así, sino que porque hay un componente subjetivo, impredecible e incontrolable que surge sin ningún patrón establecido, sin ningún respaldo del destino y que surge de las personas, de sus sentimientos y elecciones.
Me descoloca el hecho que tengamos real inferencia en nuestras vidas. Cuando perdía el rumbo, me agarraba del destino, pero ya no sirve descansar en un ideal en esos términos, al menos no como un soporte estable desde que el destino deja de ser un camino incorruptible, desde que las elecciones marcan una diferencia que pueden desviarnos totalmente de los planes iniciales y son casi tan incomprensibles como las vueltas de la vida.
Lo cierto es que en la realidad ni siquiera es posible distinguir si esto es huir del destino o si es realmente correr a su favor.
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