Interpretar los signos, reales o imaginarios, en orden de encontrar la propia misión o el propio lugar es una búsqueda igual de ambigua que la que impulsa cualquier salto de fe; comparable a convicción real y a la confianza ciega.
La convicción siempre me ha creado curiosidad. En ocasiones me descubro mirando con exuberante ternura a quien lleva la esperanza plasmada en el semblante. Me distraigo imaginando el arduo trabajo que probablemente implicó conseguirlo. Nadie está exento de malas experiencias, de derrumbantes experiencias que lograrían que el más optimista quedara de pronto en el suelo deseando ser uno con la desolación. Pero no lo hace.
Es quizás eso mismo lo que me ha llevado históricamente a despreciar mis propias experiencias. Soy mi propio radar de futilidades, mi jueza más rigurosa, siempre distinguiendo qué podría haber sido peor y qué debí haber hecho mejor. Evoco recuerdos que no sé si existieron con el fin de rememorar qué se siente ser resplandeciente. Acaso me sentí plena por más de un instante, acaso vi un futuro distinto a los resquebrajados en que ahora camino.
Admirar tan profundamente lo que proyecta el resto de las personas me ha enriquecido pero a la vez me convierte en un fantasma; un ser invisible, triste y terrenal, sin pasado, que vibra con las emociones ajenas pero que es incapaz de valorar las propias; un ser que consciente de su desidia, no anhela ninguno de los futuros que logra vislumbrar para un historial atiborrado de negligencia y desesperanza.
A veces me acerco a personas que irradian todo lo bueno de lo que me privo, sabiendo que no valgo sus palabras, sus miradas, ni su esfuerzo por arrastrarme fuera de mi. A veces las recibo con la sola intención de sentir el calor, empaparme de él y usar la esperanza para imaginar futuros de los seres que sí lo valen, para los que sí luchan, para los que sí creen, poniendo a prueba secretamente mi capacidad de convicción. Tal vez algún día creeré en algo tan bello que desearé con todas mis fuerzas replicarlo. Tal vez imaginaré el final de un camino similar al mío, que luzca reparable y esclarecedor y me provoque el deseo ferviente de abrazarlo y apropiarlo.
Pero no lo hago.
Hoy aún me defino como un cúmulo de desesperanza e inercia del que no he descubierto como salir. Del que no he querido salir. Mis posesiones continúan siendo igual de valiosas, pero nada es tan potente como para dejar de arrastrar los pies.
Busco en mí misma con lentitud, sin destreza y llena de incertidumbre.
Busco con el terror que implica reconocer lo mucho que me desprecio y lo fácil que me es maltratarme. Busco mi motor a tientas, intentando no huir al dejarme saber lo mucho que me necesito, con el fin de no sabotearme y no volver a fallarme. Busco sin instinto, sin ayuda, sin tener idea qué es lo que realmente requiero para infundirme el deseo de buscar definitivamente la forma de salir de este estado cíclico y así luego probablemente adentrarme en uno más esperanzador, más propio y radiante.
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