De forma cíclica concluyo que me gusta descifrar el desencadenante de la motivación ajena, de los gestos que atesoro y de las discordancias dolorosas. Me gusta espiar detrás del escenario, vislumbrar las versiones borrosas, acariciar las versiones desprotegidas.
La mayor parte del tiempo prefiero guardar el origen de lo que siento para evitar oír las mismas cosas una y otra vez. Tiendo a tomarlo a la defensiva, aunque sea una verdadera ridiculez el defender el estado propio cuando es deplorable. Me ataca mi propia letanía apocalíptica, aunque afortunadamente lo hace luego de que mi lado más juvenil y esperanzador se dispone a repartir oportunidades propias y con destinatario vacante. Juro que no lo hago a propósito, mis esperanzas son genuinas aunque recatadas al principio, pero nunca las libero con intención de reutilizar el camino tormentoso ya pasado.
Sé que es inútil intentar siempre ir un paso adelante, o pretendo saberlo para evitar seguir oyéndolo dentro y fuera de mi cabeza. Mientras espero una respuesta, ya imagino al menos tres que podrían dejarme con el corazón roto y con la moral bajo tierra, al tiempo que evito poner atención a las escaleras que construyo para alcanzar la ventana, en caso de que justo en el momento en que la alcance, la luz ya se haya esfumado.
A veces me amarro cadenas a los pies porque decido no dar rienda suelta a la esperanza, aunque cuando acierto, el único reconocimiento que me entrego por haber sido tan precavida es una tarjeta de felicitación que firmo a ciegas sin intención de repartir.
Hay veces como hoy, en que decido sentir y es cuando me obligo a admitir que si. Si pudiera volvería a repasar tus libros, oiría tu música, tu voz y enmarcaría la imagen de ti mordiendo tu labio.
Si pudiera te seguiría donde sea, y lo más importante, si pudiera volvería a hacer todo igual.